26 de julio de 2020, celebramos el Día del Señor, el Domingo XVII del Tiempo Ordinario.
La palabra de Dios nos propone, en este
domingo, una reflexión sobre los valores más importantes de la vida del hombre:
la primera lectura nos habla de la sabiduría práctica para la vida, que
consiste en el conocimiento de la voluntad de Dios, conforme a la cual se ha de
ordenar la vida humana; San Pablo nos habla del Amor de Dios; Jesús propone
como valor supremo el Reino de los cielos, al que compara con un tesoro y una
perla preciosa.
Jesús utiliza dos comparaciones fácilmente
comprensibles para encarecernos el valor del Reino de los cielos, por encima de
todos los demás bienes de este mundo. Cualquiera de nosotros podría valorar el
hallazgo de un tesoro precioso; tal vez la apreciación del valor de una perla
fina requiera un conocimiento más experto, aunque la idea nos resulta sencilla:
realmente merece la pena apostar todos nuestros haberes, incluso la propia
casa, para conseguir el tesoro o la perla.
Pero ¿qué es el Reino de los cielos, que
Jesús pondera tanto? El Reino de los cielos –que Jesús anunció al mundo y por
el que dio su vida- es Dios mismo, que se da al hombre para hacerlo partícipe
de su propia naturaleza y vida divina; es la divinización del hombre, que lo
introduce en la intimidad de Dios, para que el hombre pueda disfrutar de la
vida inmortal y de la felicidad inefable de Dios. Dios nos invita personalmente
a formar parte de su reino, pero no aisladamente, sino solidariamente con todos
los hombres. Por eso, su reino es un ámbito de gracia, para que la salvación
sea completa; de verdad y libertad, como presupuestos de la realización
personal plena; pero también de justicia y amor, base de la armonía perfecta
entre todos los hombres.
Pero, ¡cuidado! El Reino de los cielos no
se impone por la fuerza, sino que se ofrece a personas libres. Por eso, su
implantación no es automática, sino responsable. Eso significa que alguien
puede quedar fuera del Reino de los cielos, apartado de la dicha de Dios, si,
retenido por las satisfacciones inmediatas, pierde de vista el Bien Supremo.
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